Yo empiezo a ir a una escuela primaria que era en el campo, y que era una escuela rural. Había un maestro para todos los chicos. En medio del campo. En un lugar que se llama “Sol de Mayo”. Mi viejo era jefe de estación, entonces íbamos de acá para allá. De ahí lo único que me acuerdo son dos cosas: los chicos llegaban a caballo, y mi hermana y yo, que éramos las hijas del jefe de estación, íbamos caminando, no llegábamos a caballo. La escuela era maravillosa, como te imaginarás. Una cosa del campo, en medio de la pampa húmeda. Y había un árbol enorme al lado de la escuela, abajo del que se hacían los actos escolares. Y mi vieja dirigía los coros. Cantábamos, qué sé yo, el himno, entre todos los demás. Una cosa de la felicidad absoluta.

A los ocho años para mí, en mi memoria, empezó mi adultez, porque nos mudamos a un pueblo, a Rojas, porque a mi viejo lo trasladaron y ahí fue... A ver, ¿cómo te puedo decir? Ahí fue sangre, sudor y muerte. Cuando uno dice sangre, sudor y muerte es cuando entrás en la adultez, ¿viste?

En todos los pueblos, la estación de ferrocarril está en el limite que marca que de acá para adelante es el pueblo de la clase media bien y de acá para atrás es el pobrerío. Y vos fíjate qué interesante: esto se me volvió metáfora de la vida. Me di cuenta 100 años después, por

supuesto. Siempre viví en el límite. Todas las estaciones eran en el límite. Marcan el límite entre la civilización y la barbarie. Absolutamente. Y es en la línea. Por lo cual no sabés dónde estás. Y eso dije.

En sexto grado, que ahora es séptimo, arranca algo interesante. Había un programa en la radio, en mi casa se escuchaba mucha radio, todo el día la radio encendida. El programa se llamaba “Juancho y los noseque” ... “la pandilla de Juancho”, no importa. Y tenía una característica que era que si algún chico pedía banderas para la escuela, los tipos mandaban una bandera para la escuela. Bandera de ceremonia. Yo en sexto grado era abanderada. Me toca ser abanderada. Una escuela pobre, que no estaba del otro lado pero era la primera del lado de la civilización. Era con aulas con piso de tierra. El patio era el único que era de ladrillo. Aulas de piso de tierra, que ni te dabas cuenta porque parecía cemento. Entonces me toca ser abanderada, y se ve que en la primera ceremonia veo que la bandera era un trapo gris, un trapo gris asqueroso. Que ni siquiera podés darte cuenta si eso que estás sosteniendo era una bandera o qué mierda era. Entonces digo, bueno, voy a escribir una carta, porque mi gran virtud es saber escribir. Se ve que consideraba que la palabra escrita era motivadora de cambios. Era transformadora. Esa es la palabra, transformadora. Tenía poder. Escribo. Escribo, entonces, cuento. ¿Qué habré contado a los 11 años? Mi historia, mi paupérrima historia. La mando y me olvido, me olvido por completo. Un día estamos en el aula, así escuchando la clase y entra alguien, la secretaria, muy seria, con cara de pasó algo gravísimo y dice: “Por favor, Roncarolo a dirección”.

Voy a dirección temblando, porque venía mal la mano. Y estaban reunidos todos, la directora, la vice, todos en torno al escritorio. Y en torno a una caja enorme, bellísima, llena de papeles de seda. Y adentro una bandera. Bellísima. Imagínate que las banderas de ceremonia tienen que tener obligatoriamente el sol bordado como con hilos de oro, para mí era así. Bueno. Y me dicen que quién hizo eso, que yo hice eso, que ahí hay una carta, que vaya inmediatamente a mi casa a buscar a mis padres. Con este tono totalmente admonitorio. Que como osé hacer eso, pedir una bandera. Nunca me voy a olvidar que fui con el corazón en la boca al borde del llanto, corriendo porque estaría a 5 o 6 cuadras.

La relación de los padres con la escuela en ese momento era como que te llamara el Papa. Era la autoridad. ¿Qué cosa horrible pasó? Y se vistieron: mi papá se puso el traje, mi mamá el trajecito. Me acuerdo de mi mamá pintándose los labios reasustada. Porque para ir a la escuela, los tacos, todo. Y eso que mi papá, dentro de todo, era jefe de estación, que es un lugar de otra institución e infundía un poco de respeto. Me acuerdo de ir renerviosos, corriendo con el corazón en la boca. Y se encerraron, se encerraron ahí. Y a mí no me dejaron entrar. La cosa en concreto fue que cómo yo había osado avergonzar a la escuela delante de todo el pueblo, haciéndose público que la escuela tenía una bandera de mierda. Siendo que la escuela contaba con una comisión cooperadora solvente, y yo les había pasado por encima, avergonzándolos y humillándolos. Porque acá está el poder, el poder de la guita que no estaba siendo puesto en juego, ¿viste? Me acuerdo que la dueña de la farmacia era la presidenta de la cooperadora, que siempre se vestía con tapados de piel. Iba de piel y uñas larguísimas pintadas de rojo y taco alto que le costaba caminar sobre el piso de ladrillo, como pisando huevos andaba. Obvio que no les quedó otro remedio que quedársela y dármela. Y yo creo que ahí empezó, más que la creatividad, empezó la gesta revolucionaria. Porque esto era ver la eficacia de la palabra escrita, y la posibilidad de transformación.

(Desgrabación textual de una charla de Margarita Roncarolo con Malena Saito)

 

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