Durante los 26 años que trabajé dentro de una institución de “educación por el arte” me hice la misma pregunta: ¿qué es la educación por el arte? Primero me la hice en silencio, para mí misma y como no me suelo responder mucho que digamos a ciertas cuestiones, se la empecé a formular a mis compañeros e invariablemente me remitían a la bibliografía obligatoria, Herbert Read. Las respuestas de Herbert Read me sonaban, digamos, bastante elípticas, bastante lejanas, casi oscurantistas. Empecé a llevar la pregunta a las asambleas pedagógicas. Se armaban tremendas discusiones (¡eso sí que es vida!). Tengo congelados en la memoria los rostros y las palabras de algunos lúcidos compañeros en el fragor de las disputas. Creo que pasados los años (no, nunca llegamos a ninguna conclusión pero sentíamos que avanzábamos y crecíamos para algún lado) veo que el problema era que la pregunta estaba mal formulada.

No debería haber sido: ¿qué es la educación por el arte?, sino ¿qué es la educación, para nosotros, para estos 300 docentes de los cuales una buena parte nos movemos o transitamos dentro de algún código estético? Porque siempre terminábamos hablando de valores morales: valores individuales, valores colectivos, comunitarios, sociales, democráticos. Los valores morales que nosotros pensábamos debería propiciar el arte por fuera de la sociedad de consumo y el mercado. Pero siempre acabábamos en la misma encrucijada: ¿por qué tales valores habrían de ser propiciados exclusivamente por el arte? ¿De qué arte estábamos hablando? Y si enseñáramos matemáticas, o física, o geografía, ¿por qué habríamos de dejar afuera tales valores? Y vuelta al comienzo: ¿de qué arte estábamos hablando? ¿De un arte de masas? ¿De la industria del arte? ¿Del artesano y su buen trabajo solitario? ¿De cómo vender un oficio? Blablabla.

Trabajar durante 26 años en una escuela llamada de “educación por el arte” a mí me otorgó libertad. Cuando entré, en el año 85, me dijeron: acá no hay programas, podés hacer lo que quieras. Fue casi espantoso: hacer lo que uno quiera, cuando uno no sabe todavía qué es lo que quiere, puede ser arrasador. Se sufre mucho. Es muy delicado el equilibrio, se va aprendiendo: hacer lo que uno quiere/puede/sabe/; lo que los otros quieren/pueden/saben o no saben/necesitan o creen que necesitan/permiten/censuran/prohíben/alientan/obstaculizan, etc. O sea, la educación por el arte a mí me otorgó una libertad más que trabajosamente conquistada (porque ya sabemos que la libertad no se otorga, se conquista). Para ser clara: la educación por el arte me conquistó una libertad trabajosamente otorgada. Y después de la libertad, todo lo que viene son paparruchas: belleza, verdad y la suma de las cosas como mirar una rosa. En suma: “Es la práctica educativa la que enseña a comprender lo que no se sabe y a soportar lo que no se comprende”.

Capacitar es hacer a alguien capaz de, o sea, habilitarlo. Y por lo tanto las experiencias que siempre me han parecido más valiosas son las que me habilitan, me vuelven hábil, me orientan, me proporcionan señas para orientarme en el mundo.

Durante el alfonsinismo trabajé en algo que se llamaba Plan Nacional de Lectura. Dependía del Ministerio de Educación. Un montón de gente viajábamos por todo el país tratando de cubrir las demandas provenientes de instituciones formales y no formales (escuelas, clubes, centros culturales, talleres, grupos de mujeres, de artesanos, variadísimos estamentos). Se hacían tres viajes de tres días a cada localidad. Se intentaba abrir y cerrar un aprendizaje, cada uno, cada docente, dentro de su especialidad. Lo de cerrar es paradójico, en realidad cerrar significaba abrir nuevos sentidos, nuevos interrogantes, poner en marcha. Se apostaba a la esperanza. A la esperanza en el sentido de transformación, en el sentido de promesa, de prometer un destino que se jugaba en la educación (¿por qué hablo en pasado? No lo sé) Pensaba -en ese momento- a la esperanza como un “estar atento”. Sigo pensando igual.

Aquí no hablo en pasado. En un pueblo de Córdoba cuyo nombre malamente no recuerdo, una maestra (estamos hablando de clases de lengua y literatura) cuenta cómo enseña las “reglas ortográficas”. Dice: un día Juancito escribe en su cuaderno “panpero”. Tomo la palabra y la escribo en el pizarrón. Y digo a la clase: vamos a observar esta palabra y vamos a enunciar la regla que de su escritura se desprende. Y todos los niños enuncian: antes de “p” se escribe “n”. Correcto, les digo (horror en el resto de los docentes presentes). Tomo una tira de papel y escribo la regla: “siempre antes de 'p' se escribe 'n'”. Y la coloco sobre el pizarrón. Y les doy una tarea para el día siguiente: deben investigar la regla, deben traer una lista de palabras, lo más extensa posible, que cumpla con la regla, o sea, que lleven “n” antes de “p”. Vuelven frustrados los niños al otro día. No han encontrado ni una. La maestra dice: entonces quiere decir que el enunciado de ayer no era cierto, todas las palabras que han encontrado llevan “m” antes de “p”. Entonces vamos a cambiar el enunciado de la regla. Arranca el cartel y lo reemplaza con otro que dice: “todas las palabras que llevan 'p' antes se escribe con 'm'”. Llegado el relato a este punto se desató atroz discusión en el grupo. Las agresiones subieron de tono, las acusaciones, las formulaciones de mala praxis, de daño irreparable en la mente de los pequeños. Intentando llegar al quid de la cuestión, formulo la pregunta que considero fundante: ¿quién es el dueño de la lengua? Y el coro me responde (todos menos la maestra narradora de la experiencia, que a esta altura estaba sumida en un mar de lágrimas): ¡la Real Academia Española! ¿Cómo llamar a esto? ¿Desvío ideológico? ¿Error de conceptualización? ¿Empobrecimiento cultural? Freire lo llamó “pedagogía del oprimido”.

En la ciudad de Colorado, en Formosa, sobre el río ídem. Venimos hablando de qué hacer con las faltas de ortografía. Un maestro cuenta: una nena escribe en el pizarrón “baca” (se refiere al cuadrúpedo que nos da la leche). Los compañeros ríen de la ignorancia y la hacen blanco de pullas (bullying dirían los medios). El maestro toma una tiza, la ofrece a uno de los niños que ríen y le pregunta: ¿cómo sería para vos una baca con “b” larga? Dibujala. El chico se desconcierta pero se sobrepone. Empieza a dibujar una vaca con un cuello largo como una jirafa. El maestro interrumpe el dibujo y pide a otro alumno que lo continúe. El nuevo niño agrega patas, seis patas, porque las bacas todo el mundo sabe tienen seis patas. Nuevo dibujante, una cola larguísima que se enrosca sobre el lomo; cuernos de ciervo y ubre que se arrastra por el suelo. Nuevas preguntas: ¿dónde viven las bacas?, ¿qué comen las bacas?, ¿qué nos ofrecen las bacas? Conclusión final del maestro y de los niños: hay dos clases de ( )acas, las vacas con “v” corta que tienen cuatro patas, etc. que viven en el campo y nos dan la leche, y las bacas con “b” larga, que tienen cuello largo, seis patas, nos ofrecen manteca y blabla. Este maestro no ha puesto el acento en el concepto de “error”. No ha considerado la existencia del error, de la equivocación. Ha considerado la diversidad, la complejidad. Lo que se aparecía como un dilema lo ha convertido en problema, ha problematizado la lengua, le ha otorgado espesor, la ha vuelto viva, variable, objeto de transformación. Lo que es, digamos.

 

(Desgrabación textual de una charla de Margarita Roncarolo con Malena Saito)

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