Quien pretenda recordar ha de
entregarse al olvido, a ese
peligro que es el olvido
absoluto y a ese hermoso azar
en el que se transforma
entonces el recuerdo.
Maurice Blanchot
I
El problema es encontrar la voz.
II
Pero no porque no sepa qué decir, sino que no sé cómo decirlo.
III
Empezaré por lo que no quiero: no quiero que alguien piense que ésta es una historia de héroes.
Tampoco diré: apenas, ni humilde, ni oscura.
Esto es lo que era. Así nomás. No había otra manera de pensar el mundo. La vida como un frente de batalla.
Así fue. Porque nadie me había prometido el Paraíso.
IV
Vivía en un hotel en la calle Hipólito Yrigoyen 2026, a dos cuadras del Congreso de la Nación.
No contaré ahora cómo había llegado hasta allí (una pelea con la dueña del hotel anterior a raíz del lugar donde se debía de colocar la alfombrita, si en la entrada o al costado de la cama, pero nada es lo que parece, la cuestión es que ella misma me ubicó esta habitación en Hipólito Yrigoyen 2026, que en realidad era en el mismo edificio y en el mismo piso, sólo que la puerta de enfrente).
Ocupaba una habitación para mí sola, balcón a la calle, una cama, una mesita, una silla de fierro con tapizado de plástico negro, prohibición de enchufar artefactos eléctricos / no importa / yo llevaba el adminículo que todos los que vivíamos en pensiones llevábamos /
un enchufe / se desenroscaba la bombita / se colocaba el enchufe /
se volvía a enroscar la bombita / y entonces calentador eléctrico / sopa caliente / secador de pelo.
La habitación tenía una puerta con vidrios que daba a un palier, y desde allí arrancaba un larguísimo pasillo al aire libre / casa chorizo /
al que daban las demás habitaciones.
Al final estaban la cocina y el baño.
V
No debí haber tomado a la ligera, con una curiosidad casi divertida,
la escena que presencié apenas llegada.
No debí haberla recortado, haberla reducido al tamaño de uno de los vidrios de la puerta y menos aún a la forma de la cerradura.
Debí haber hecho todo lo contrario. Ampliarla y multiplicarla, llevarla a otras casas y a las calles y las veredas y los balcones y otras puertas y ventanas. Debí ponerle otras voces, otros gritos, otras palabras, otros gestos. Y fundamentalmente otros instrumentos: objetos cortantes, punzantes, hirientes, lacerantes, dadores... dadores de sangre de cualquier grupo y factor.
Pero yo creí que esa escena era sólo protagonizada por el dueño de la pensión (un animal que en ese momento se abalanzaba por el pasillo enarbolando el cuchillo más grande que yo había visto hasta ese momento) y su señora esposa (una dama que en camisón celeste, despechugada y teñida, corría delante a la velocidad que le permitían sus várices).
Yo debí haber sabido que a partir de ese momento infinitas personas / de todos colores / correrían delante / de otras personas / que blandían objetos dadores de sangre.
Y que la historia se resolvería / en cuestión numérica.
Tantos los cazadores /
tantas las presas atrapadas.
Y el resto
preguntándome por la voz.
VI
La voz que atronaba el pasillo gritaba un registro de palabras que iban de: Puta a Hija de Puta. Un corto trayecto, dos generaciones.
La dama destinataria del reclamo no parecía estar empeñada en adoptar una actitud contestataria. Corría.
A último momento, cuando creí que se esperaba de mí que abriera la puerta de mi habitación para darle refugio, viró inesperadamente hacia la izquierda, y se atrancó en su habitación (que era también la de su amo y señor, el amo y señor de la voz).
Debo haberme tirado en mi cama exhausta porque al poco rato empecé a escuchar -del otro lado de la pared- las voces.
No eran propiamente voces. Eran gemidos jadeos y susurros.
Una modalidad especial de la voz.
VII
¿Dónde abandona el arma -el amo- cuando hace el amor?
¿Puede alguien hacer el amor mientras el arma le aguarda al lado de la cama?
En una de las piruetas a las que el sexo obliga, el amo mirará el arma, brillará el filo cortante sobre el piso de madera, habrá que temer que el cuchillo -en la pirueta siguiente- se enderece sobre el mango y que de un limpio tajo rebane la carótida del amo.
No se podrá seguir haciendo el amor. Sobrevendrá la Gran Muerte.
VIII
No debí haber tomado a la ligera la escena que presencié apenas llegada, en los primeros días de marzo de 1976.
El hombre que gritaba: Puta / y la mujer que corría, despechugada y celeste / y después un remolino / todo mezclado / hacia la Petit Mort y la Gran Mort / la Gran Mort vendría después.
IX
¿Cómo es que estaba tan ocupada yo?
X
Me resulta imposible elegir: vuelvo al principio, peor aún. Cómo elegir qué contar, si habría que contarlo todo. Y aún así...
XI
Debo pedir perdón. Yo en ese momento estaba muy ocupada en vivir. Tal vez ahora deba ocuparme en contar.
XII
Estoy segura de que fue en la vereda de la calle Rosario, en el trayecto que va de Doblas a Guayaquil. En la única vereda posible, porque enfrente está el parque.
Un año después, o sea más de 300 días después.
Más de miles de veredas después, de millones de palabras, de cataratas de gestos / deseos / emociones reprimidas y exaltadas / de mañanas de llevar a mi hija al jardín / de embarazo y nacimiento / de compras en el almacén / más de
pero no sé exactamente sobre qué baldosa / por qué en esa baldosa / por qué /
me di cuenta / que hacía un año caminaba por la calle / con el cuerpo en el frente de batalla.
Yo era el japonés que habiendo terminado la guerra / continuaba escondido en la espesura / con las bombas a la mano / y la ametralladora lista para disparar.
Si uno es un japonés que continúa hundido en la espesura con el cuchillo entre los dientes
un año después que se retiraron los aviones del enemigo
agazapado esperando el trueno de los bombarderos
las bombas caer / la conflagración armada / las baldosas saltando en pedazos / bang bang bang desde la torre de aquél edificio / la estatua de Bolívar en el parque / el caballo se ha quedado manco por la explosión / al prócer le volaron la espada /
si uno camina por la vereda pegada a las paredes
tanteando con desconfianza las salientes para no exponerse a las balas del enemigo
mirando con cuatro ojos las baldosas flojas por temor a una mina
y no puede asegurar si el que viene ahí es el 96 o una tanqueta del Ejército
alguien le ha hecho a uno / una marca en el cuerpo
una muesca / señal / paso de corriente eléctrica / número tatuado en la espalda / la estrella de David en la frente / tajos en las muñecas.
Un año después / el cuerpo cayó en la cuenta / que aquello había finalizado.
Tuve que reconstruir el cuerpo / sobre la calle Rosario / en el trayecto que va / de Doblas a Guayaquil.
(allí yace / mi cuerpo anterior / desplumado)
Ya se sabe, los cuerpos viajan a velocidad infinitamente menor que la democracia.
XIII
Al día siguiente del golpe, los dueños de la pensión... no sé qué palabra emplear... ¿desaparecieron?
Es raro lo que pasa con las palabras.
Antes del 24 de marzo de 1976 yo hubiera dicho, sin dudar, limpiamente, que los dueños de la pensión desaparecieron.
Ahora me lo pregunto.
Lo cierto es que no estuvieron más.
Borrosamente, creo que alguien dijo que eran uruguayos (¿o yo ya lo sabía?), que estaban exiliados en la Argentina (América Latina era una cueva o una caverna, según desde dónde se la mirara) y que habían tenido que volver a huir.
Gente muy especial estos uruguayos. Tenían dos hijos chiquitos.
El nene sobrellevaba alguna discapacidad. Era tan tierno. Todos los días -¿o las semanas, o los meses?- debían ponerle una inyección.
También todos los días -inclusive las semanas y los meses- debían pegarle.
Le pegaban en la cara, y yo pensaba que era imposible no discapacitarse si a uno le están revolviendo los sesos de esa manera todos los santos días de su vida.
Al poco tiempo de conocerme, se refugiaba bajo mi cama para evitar la inyección. Yo debía hablarle pacientemente hasta lograr que saliera, alzarlo y tratar de que se dejara colocar la aguja.
Con el tiempo, se refugiaron bajo mi cama una tortuga y un ratón.
Lo más probable es que cada uno no tuviera conocimiento del otro.
La tortuga murió dentro del caparazón, al ratón lo tiré vivo al tacho de la basura.
No debí haber tomado a la ligera el asunto este de los cuerpos.
XIV
Dos tipos de muy mala calaña, de muy baja estofa, aparecieron a los pocos días. Dijeron que eran los nuevos dueños, y que nos teníamos que ir porque su negocio eran los prostíbulos, y que allí iban a instalar un prostíbulo.
Un prostíbulo a puertas cerradas, en el tercer piso de un edificio, a dos cuadras del Congreso.
Que nos teníamos que ir porque precisaban las camas.
Uno era yanqui, el otro argentino.
No podía evitar prestar atención a la voz del yanqui. Era exótico.
El yanqui hablaba y parecía que estábamos adentro de una película.
Decía cosas de película. Decía por ejemplo: “Oustedes tener ir, nousotros counseguir outra cousa”. Así sonaba la voz. Sounaba.
XV
¿Adónde iba a ir la gente? Hacía años que vivía allí. Irse no es soplar y construir casas. ¿Cómo puede uno irse de su casa? La casa es real.
Irse no es real. No puede ser que eso suceda. La mesa es real, la cama es real, el almanaque en la pared marca el día el mes y el año.
Junio de 1976. No parece real.
XVI
No parece real que a las 12 de la noche estén tocando el timbre en la pensión. Nadie toca el timbre en una pensión en un tercer piso.
Todos los ocupantes tienen su llave. Sin embargo, alguien puede haberse olvidado la suya. Una de las chicas abre la puerta.
XVII
Una de las chicas era una de las chicas. O sea, una de las prostitutas que habían ocupado la casa.
La Ocupación se desató durante la noche. Habían golpeado tanto, pero tanto pero tanto a mi puerta (ya todos sabíamos, allí estaban las chicas con sus pobres bultos hatos hatillos atados de pobre ropa y objetos pobres)
que resignada a no dormir (me daba miedo que estallaran los vidrios) me levanté y abrí la puerta.
No, no abrí la puerta. Abrir la puerta es un gesto amplio y generoso.
O un gesto imprevisto e inocente. O temeroso y furtivo. O inopinado e inusitado.
Yo no abrí la puerta. Solamente giré la llave en la cerradura y me volví a acostar. Que otros se tomaran el trabajo de abrirla. Yo no haría el esfuerzo de girar el picaporte. De alguna manera se los tenía que decir.
Pero la chica que abre la puerta a las 12 de la noche, realmente abre la puerta. Abre la puerta porque cree que una compañera se olvidó la llave. O la perdió. Suelen perder la llave las compañeras en las noches inacabables, mientras cuentan los wiskies el porcentaje
que les toca / ven aparecer los billetes / salir de los bolsillos de los pantalones blancos de los oficialitos de la ESMA que van a seducirlas, son objetos los oficialitos de la ESMA pero objetos que valen la pena, tienen algo los oficialitos de la ESMA, tienen los pantalones bien planchados y el bulto bajo el pantalón, un objeto que vale la pena. No tiene voz el bulto, pero se mueve y palpita, casi como una garganta, y entrará una garganta en otra garganta y entre tanto entrar y salir, ya se sabe, se suelen perder las llaves.
Ese objeto.
Esto piensa la chica que a las 12 de la noche abre la puerta. Piensa en las llaves.
XVIII
Yo también escucho el timbre.
Yo espío por curiosidad, porque casualmente estoy cerca de la puerta en el momento en el que escucho al timbre sonar.
Espío a través de los vidrios de la puerta.
Qué raro, el timbre a esta hora.
XIX
La chica ha visto algo e intenta cerrar la puerta.
Pero un objeto se lo impide. Yo lo veo bien.
La punta de un zapato de hombre, de cuero bien lustrado.
Un objeto se interpone entre la puerta y el marco.
La chica no puede cerrar la puerta.
Ya nadie pensará en las llaves.
XX
Sobretodos de pelo de camello. Mi madre decía: es un señor muy fino, tiene un sobretodo de pelo de camello.
Once señores finos / se fueron hilvanando / al costado de la puerta.
En silencio, como hilvanaba mi madre.
Y al final tiraba del hilván (ves, tirás de esta punta) / y el hilván se descosía.
Durante esos años, millones de veces he intentado tirar del hilván. Veía a los once señores finos cayendo plaf plaf plaf uno sobre otro once veces,
caían apilados como muñequitos de papel, plegándose hasta volverse uno solo.
Once señores finos / iguales / con sobretodos de pelo de camello /
ametralladoras y pistolas / no juegan una ronda / son una muralla.
XXI
Ya se sabe cómo son estas cosas. Uno se golpea contra la pared,
o lo golpean a uno / hasta que llega un momento / en que ya no se sabe.
XXII
Duró toda la noche. Entrar y salir de la pieza no por libre voluntad.
Hablar y callar, no por libre voluntad.
El miedo es ahora. Otra cosa es mentir.
Hay un gesto. Caminar por el largo pasillo a oscuras hasta el baño
(habían cortado la luz, cómo caminé, para qué, si daba lo mismo mearse encima) y con una sonrisa de puta torcer la ametralladora que me abriría el paso.
¿Cómo pude mear? ¿Desde qué cuerpo?
XXIII
Los abogados del Partido nos dijeron que no podían hacer nada por nosotros, que únicamente sacarnos del país.
¿Salir del país por un quítame allá esas pajas?
¿De qué estaban hablando estos otros señores finos?
¿Salir del país? ¿A quién se le ocurre?
¿Saldría Ud. del país por nada?
XXIV
Volvieron los primeros señores finos unos días después.
Eran menos, más de cuarta, sin pelos en los camellos.
No vi cómo entraron, qué objeto interpusieron entre el marco y la puerta. No sé si la paraguaya que habían contratado el yanqui y el argentino (debí haberme dado cuenta de la conjura internacional, nuevamente la metáfora) les abrió la puerta como se deben abrir las puertas.
Más de cuarta. No cortaron el teléfono ni la luz.
Hablaban de sobornos, de que habíamos sobornado a los anteriores, de que ellos también querían. Unos mangos.
Los segundos señores finos nos habían dicho que no nos teníamos que dejar sacar vivos.
Los cuerpos no tendrían que salir vivos de allí.
Sólo que se trataba de nuestros cuerpos.
Trataba de imaginar cómo haría un cuerpo para no salir vivo a través de una puerta.
Veía al cuerpo aferrándose desgraciado con sus cuatro extremidades al marco de la puerta.
Cuatro palitos intentando trabar el cuerpo, el palo mayor.
Alguien me agarraría el cuerpo y lo lanzaría hacia adelante, a través de la puerta.
Y mi cuerpo tendría que desplegar sus palitos como aspas de molino y adherirse como un molusco a la piedra.
El cuerpo no tendría que salir vivo.
Consideraba la posibilidad de salir cuerpo muerto.
Ley de probabilidades.
Letra muerta. Somos de lenguaje. Cuál es la palabra del cuerpo muerto. Cómo leer un cuerpo muerto. Somos el relato que nos construimos de nosotros mismos. Fin del relato. The End.
Se apagan las luces. El público se retira de la sala.
Quedan las sombras. Las sombras de los cuerpos.
Debí haber leído las sombras.
Empecé -después de ese día- a leer las sombras.
XXV
No habían cortado el teléfono.
No sé si dudé. Sé que no suelo estar desesperada. No debo de haber dudado.
Fui hasta el teléfono y llamé a la Policía. Mi mamá me decía: si tenés algún problema, llamás a la policía. Se llama a la policía, si te pasa algo, hay que fijarse si hay algún policía cerca, uno va a la policía y le dice.
Dice: acá hay unos señores armados que (dixit) nos quieren llevar.
Dije.
Díjo (me): dé (me) con ellos.
Volví a la pieza y dije: llamé a la policía y quieren hablar con Uds.
Dije.
Pasó al lado mío y hagamos de cuenta que hubo un terremoto.
Lo miré de atrás.
Dijo algo así como: Oficial nosecuánto en un allanamiento sin nosequé.
Traduzco: olvidé el nombre en cuanto lo escuché.
Traduzco: supe en el acto que les había cagado la vida.
Así me lo hicieron saber mientras se retiraban.
El que había ido al teléfono pasó al lado de mí y mientras era el terremoto me dijo.
Algo así como que yo era una hija de puta y algo le iba a pagar.
Y cerraron la puerta.
Todavía sigo parada mirando la puerta.
Pienso cómo hará uno para, con cuatro palitos, atrancarse / abrocharse / adherirse / como ventosa / a la puerta.
El cuerpo no debe salir vivo.
Somos de relato. No habrá relato.
XXVI
Qué absurdo hacer una lista de objetos perdidos durante el Proceso.
Lo de perdidos es una metáfora. Diré mejor: Lista de Objetos Desaparecidos durante el Proceso.
Nuevamente, qué absurdo. Otra gente hace Lista de Cuerpos Desaparecidos. Se publican en los diarios, todo el mundo las ve.
Un libro, ¿es un objeto o un cuerpo?
Sigo buscando ese libro, ese libro guarda una parte de mi cuerpo.
Estaba leyendo un libro raro. “El gato escaldado”, de un sueco. Stig
Dagerman. Era una edición española, tapa dura, fotografía de blanco y negro en la tapa. Como la fotografía de una vieja película en blanco y negro.
Un solo movimiento de vaivén. Yo salía de la pieza, ellos entraban.
Yo entraba, ellos salían.
En el movimiento desapareció el libro (desaparecieron muchos otros, pero no formaban parte de mi cuerpo).
“El gato escaldado” sí. Hace 24 años que estaba comenzando a leer un libro que empezaba con la escena del extraño velorio de una madre en un país nórdico. Había un padre y un hijo. Había un raro ritual alrededor de una mesa con comida y velas.
Se interrumpió el ritual, se abandonó la comida, se apagaron las velas. Debí haberme dado cuenta.
Por lo menos los suecos tenían el cuerpo para velar.
XXVII
Los libros daban miedo a todos, a ellos y a nosotros.
Ellos son los señores finos, que se quedaron con “El gato escaldado”.
También se quedaron con un libro propiedad de David Viñas, que un día compré entre los usados de Parque Rivadavia. Era un libro de literatura argentina, que Viñas había usado para estudiar. Me impresionó la minuciosidad conque estaba anotado en los márgenes. Realmente Viñas -leyéndolo- había hecho su propia escritura. Lo interrogaba lo desafiaba lo contradecía lo corroboraba. Ultimamente no lo puedo encontrar. Sé que una vez comenté que me gustaría devolvérselo, y alguien me dijo que Viñas no estaba pasando por un buen momento, que tal vez no le gustaría reencontrarse con ese momento. Ahora me arrepiento. A mí me gustaría encontrarme con “El gato escaldado”.
No encuentro en mi biblioteca el libro de Viñas.
Pensé largamente en las imágenes, se me confunden los dos libros.
¿Los habrían llevado en la mano hasta el auto, los pusieron en una bolsa, una bolsa de plástico, cuando llegaron (adónde?) los tiraron, los miraron, los revisaron con avidez buscando la evidencia, cayeron en un rincón y nunca más los miraron? ¿Los vendieron, alguien se lo llevó a la casa y lo leyó?
Me avergüenzo. Yo ocupándome de un libro.
XXVIII
Ya casada, tarde una noche, mi esposo entró pálido.
Había encontrado a dos cuadras, prolijamente ordenada junto a un montón de basura, una colección casi completa de la revista Crisis.
¿Qué hacemos?
Cada uno de nosotros tenía su propia colección incompleta, tal vez entre las dos hacíamos una. Pero, ¿cómo están puestas, en qué posición, por qué no están en una bolsa, están arruinadas, sucias, maltratadas?
No no y no. Parece que el dueño se fue despidiendo lentamente, las acarició, las enfiló, las ubicó con precisión junto al árbol, les barrió con el dorso de la mano el polvo que acababa de caer. Después se retiró y quedó mirándolas escondido tras la puerta, después se fue lagrimeando después cerró la puerta de su departamento miró el estante vacío de la biblioteca repasó su vida no debe de haber tenido fuerzas para maldecir.
Me da miedo decirlo. Teníamos tanto miedo. Esta vez estaba convencida de que nos iban a disparar por la espalda. No en el momento de agacharnos a juntarlas. Segundos después, cuando nos incorporamos y echamos a andar. Flotábamos en cámara lenta, estábamos detenidos, parecía que luchábamos contra la tempestad de frente, un aguacero impiadoso, el huracán que rugía, las olas embravecidas. Desafiamos a la tempestad por una colección casi completa de revistas Crisis.
XIX
Escuchenmé, manga de imbéciles. He estado toda la mañana con un amigo hablando de Uds. Veinticuatro años después hemos estado hablando de Uds.
Me contó que Uds. -en Tucumán- lo hicieron a un lado el día que subieron a un camión a todos los demás. El milico que lo hizo a un lado le miró -antes- el ridículo pantalón Oxford amarillo rabioso. Este puto no puede ser guerrillero.
Este puto no tiene nada para agradecerles.
Yo tampoco.
XX
Me sigo preguntando, honestamente preguntando, dónde está la culpa.
El viernes pasado, aniversario de La Noche de los Lápices, vi a un amigo quebrarse frente a mí y un montón de adolescentes durante una charla dedicada a la Memoria Oral, a la recuperación de la memoria.
Habló de la culpa. Contó que la noche de su casamiento (al día siguiente emprenderían el exilio a España) por una circunstancia azarosa, no durmieron la noche de miel en su casa. Por una circunstancia azarosa como que un amigo les insistió que era peligroso.
Tan peligroso era que esa noche allanaron el departamento.
Se lo perdieron. Los primeros señores finos se quedaron con la boca vacía. Mi amigo vino a quebrarse delante de toda esta gente 24 años después. Dijo que sólo por un azar estaba vivo, y sólo por un azar estaba muerto.
Nada que agradecer.
XXI
¿Dónde está la culpa? ¿En el azar? ¿Les da culpa a Uds. todas las presas perdidas, no atrapadas, mal cazadas, mal heridas?
¿Nos habremos transformado en fieras lastimadas de muerte aullando insomnes en la selva? Durante años pensamos que era mejor que nos perdieran el rastro. Tal vez los hemos despistado, tal vez la sangre sobre los caminos se secó se la chupó la tierra (Uds. saben muy bien de qué estoy hablando) pero ya ven, no pudieron completar la tarea (Uds. saben muy bien de qué estoy hablando) (veo que han contaminado no sólo aire tierra y agua, han contaminado las palabras) aquí estamos 24 años después reuniéndonos en bares la mañana entera para hablar de Uds.
No salen bien parados, aunque como buenos histéricos que son se habrán de sentir ufanos de que alguien los converse.
Pero no son los únicos conversados. También son conversados nuestros amigos queridos, nuestros locos, nuestros artistas, nuestros putos amarillos, nuestros exiliados, nuestros cánceres diabetes divertículos de riñones.
Y a ellos les dedicamos mayor espacio, mayor cantidad de líneas, columnas, primeras planas y títulos y volantas y acápites y epígrafes.
Me sigo preguntando honestamente dónde está la culpa.
El azar sigue estando de nuestro lado.
Por algo será (y Uds. han de saber muy bien de qué les estoy hablando).
XXII
Somos los actores de reparto, los de segunda línea.
(No los de cuarta, esos son Uds.)
Sino, ¿con qué palabra nombrarlos?
XXIII
Una tarde abrí la puerta del hotel (estaba entrando, la abrí como se deben abrir las puertas) y tras / el desastre la masa informe de mis más íntimos enseres domésticos obscenamente expuestos a la mirada piadosa y dolida del resto de mis compañeros / estaba la cara el rostro el rostro que ya casi he perdido en la memoria en el olvido en la noche blanca / mi padre.
Asomaba.
Tenía fuerzas para asomar tras una almohada, un colchón enrollado, una cama, una silla, una mesita, un par de corpiños, zapatillas, algunos libros (no: “El gato escaldado”), un calentador, un foco de 25 Watts, limas de uñas, apuntes de la facultad, un bolso con ropa, una planta.
Qué fuerza que tenías papá para asomar tras tantas cosas inútiles, ya no estaba “El gato escaldado” / pero no lo sabías.
Asomabas con esa sonrisa inútil / inútil para todo / salvo para mí.
Te paraste y me abrazaste. Temblabas. Siempre que venías a Buenos Aires temblabas. Me acuerdo cuando era chica y veníamos a Buenos Aires -me traían al Hospital- e íbamos a cruzar la calle, tu mano temblaba en la mía. Era un temblor violento, como un terremoto, me sacudía todo el cuerpo. Quién llevaba a quién. Entre los dos éramos una hoja al viento, quién temblaba a quién. Con los años he llegado a disimular el temblor, pero hay mañanas en que me levanto y sin razón aparente me descubro temblando al sostener la taza de café, y ya sé que seguiré temblando todo el día.
Es un temblor leve, como de quien no está apoyado en la tierra.
Me levanto súbitamente de la silla y trato de apoyar los pies en el suelo. Me tiemblan los pies y las piernas, no encuentro el piso, me balanceo para adelante y para atrás, trato de disimular, no quiero que nadie se de cuenta, sé que no pararé de temblar en todo el día. A veces intento abandonarme al temblor, recurro a desconocidas leyes físicas, me digo que no hay que reprimir los temblores, vacilar es bueno, habrá que abandonarse a la incertidumbre.
Finalmente el temblor se me ubica en el alma. Allí se queda. Y allí descanso. Es el instante del repliegue, no hay forma de controlar un alma temblorosa pero la gente en la calle no lo nota. Voy mirando a los transeúntes, me imagino enormes masas de alma golpeando contra las paredes del cráneo, hacen ruidos secos profundos de tumbo en tumbo, almas fuera de control, girando a fuerza de temblor sobre sí mismas, desatadas, sin cordón umbilical, un alma fuera de cauce desmadrada des-almada.
Me abrazaste temblando y sonriendo me preguntaste qué era todo eso. ¡Cómo podías sonreír! Era el Diluvio Universal y no se avistaba ninguna orilla el Arca de Noé evidentemente atrasaba, problemas de último momento oleajes des-almados habían impedido que zarpara, seguía amarrada a puerto, las bestias intranquilas chocaban sus cabezotas contra los barrotes el Capitán había echado el ancla / luz roja / gemían las sirenas.
Fuimos a la Comisaría a hacer la denuncia.
En qué pensábamos. Ir a la Policía a denunciar a la Policía. En pleno Proceso.
Nada que agradecer.
XXIV
Durante las noches tramo venganzas para los dolores de los días.
Con gestos mínimos intento reparar el desorden del universo.
Curiosamente sólo con gestos. No hay palabras en los gestos.
Son la sombra de lo que debiera ser, el fantasma de una palabra que creo recordar: algo así como lucha, resistencia.
Debería pedir perdón.
Es habitual que el personal de vigilancia de los subtes, exrepresores venidos a menos, persiga y maltrate a los chicos pobres que tocan o bailan o cantan o piden o venden en los trenes.
La escena inevitablemente provoca el alejamiento medroso de quienes se sienten sólidos poseedores de los setenta centavos que cuesta el cospel.
Mirando al represor a los ojos me acerco.
Me acerco intolerablemente, con una proximidad malsana.
Quiero VER cómo son esos ojos.
Tengo los labios firmemente apretados. No habrá palabra allí, no sé si esto queda claro.
Como si mi mano fuera independiente de mi mirada, un tentáculo monstruoso flotando en el aire, yo no tengo nada que ver, la que mira es otra, fue la mano,
la mano hace una pirueta en el aire, entre la cartera y el aire,
y brilla un cospel entre los dedos.
El cospel vuela hacia la mano del chico
no hay desvío de la mirada.
Los labios fuertemente apretados, como si no hubiera palabra.
Como si no hubiera palabra.
Nada para agradecer.
XXV
No lo volvería a hacer. No podría volver a hacerlo. Suena a disparate, es absurdo, una locura.
No volvería a lavarme la cabeza, secarme el pelo y ocasionalmente bañarme en el baño de la Biblioteca del Congreso. De la Nación.
Me parecía lo más natural.
La paradoja de la representación.
Entraba a la Biblioteca del Congreso con una bolsa de nylon donde llevaba todo lo necesario. Toalla, champú, crema de enjuague, cepillo, secador, dentífrico, cepillo de dientes, cosméticos bla bla bla.
Una maravilla los baños de la Biblioteca del Congreso. Mármoles rosados, grandes espejos, luces, enchufes, pisos brillantes.
Todas las minas iban a fumar al baño en todos los baños del mundo la gente va a fumar. Si le vienen ganas mientras está fumando, y sólo cuando acaba de fumar, caga o mea.
Cagar o mear es un hecho aleatorio, coyuntural, sólo si se ha terminado de fumar. Se puede llegar a entrar al baño para tirar la colilla, y ya que estamos, para no desperdiciar el agua.
Había una ley que me autorizaba a bañarme en el baño de la Biblioteca del Congreso. Una ley hecha sólo para mí, a tal punto que sólo yo la conocía, aunque ahora que pienso todos los demás también la conocerían, porque plácidamente me dejaban hacer.
Aunque ahora que pienso, nunca me dediqué a espiar las caras de las que fumaban por el espejo, para ver si lo suyo era respeto de la ley o silencio espantado frente a la locura.
Yo me tomaba mi tiempo. Y salía hecha una diosa por esas calles de
¿Dios?
Hasta que un día, el policía de la entrada (que conocía a la diosa)
le dijo: No va más. ¿Pooor? El desodorante: puede ser una bomba.
Me reí. Bomba Polyana. Debí haberme dado cuenta.
Pero me reí.
XXVI
Cuando vi la Fecha de Vencimiento, debí haberme dado cuenta.
Debí haberme dado cuenta que si se dice, Fecha de Vencimiento, algo en realidad vence. Vence no de ganar, sino vence se acaba, se pudre, se desintegra, se cae, se desmorona, se derrumba, se muere.
El concurso literario que lanzaba la revista Crisis tenía Fecha de Vencimiento: 24 de marzo de 1976.
XXVII
El 6 de diciembre del 75 yo había escrito: "Estoy en mi pieza de la pensión. Creo que estoy, porque duermo. Me despierto asustada. Son las cinco menos veinte de una tarde tan llena de calor que se diría la puedo cortar en rebanadas, y servirme una de las tajadas, clara y lechosa, en un plato de porcelana.
Hace dos días que de la canilla no sale una gota de agua.
Me levanto atropellada y abro la puerta.
Nadie. El pasillo está absoluta y despiadadamente vacío.
Busco la olla de la encargada con las últimas reservas de agua.
No está en el mismo lugar. La descubro casi escondida en el suelo, abajo de la mesa. La destapo, hago ruido, me sirvo un vaso lleno lleno lleno y lo tomo hasta la gota final.
Sale el último lagarto que queda en la casa, redondo y petiso, y me mira con el único odio conque me puede mirar. Le miento. Le digo que tengo autorización para tomar de ese agua. Nada me importa ya. Se hace el estúpido y me sigue observando con sus ojillos redondos y perversos.
Camino por el pasillo hasta el baño. Silencio.
En la pieza del fondo, la señora Antonia monta guardia por si se escucha el ruido de la canilla. Claramente distingo el fusil entre sus manos tiesas y viejas. Las abro a todas, con las ganas locas y últimas de escuchar el candente ruido del chorro golpeando frenético el fondo de la pileta. Nada.
Sólo el pico abierto, como las gallinas cuando tienen calor y despliegan las alas. Me veo a mí misma como a una gallina, caminando por el patio calcinado, con pico y alas abiertas, alerta al menor murmullo consolador.
Rechazo la visión. Nunca fui gallina.
Me encierro de nuevo en la pieza. Gracias a Dios siempre existieron los cigarrillos. Uno se siente menos solo y desolado con el humo encendido saliendo de la boca.
Pero estoy cansada y pesada. Un poco de ganas de llorar.
Ni siquiera alcanzaría el agua de las lágrimas para llenar una taza.
Tres meses después, los lagartos saldrían de sus madrigueras y se desparramarían por la ciudad”.
XXVIII
Qué puntería estar trabajando en una empresa de militares justo en el momento en que iba a estallar el Proceso. (Por qué siempre la misma palabra, por qué estallar, en todo caso los que estallamos fuimos nosotros, justo en el momento en que íbamos a estallar nosotros).
Veinticuatro años después no me animo a decir el nombre. Y no lo diré. No puedo. Me da miedo.
Sólo diré que era una empresa que decía que se ocupaba de reparar algo pero que en realidad se ocupaba de comprar armas de rezago al Ejército Norteamericano, repararlas y venderlas al Ejército Argentino.
Yo era teletipista. Trabajaba en una cabinita del tamaño de la mesa de la cocina, de cartón aglomerado, enviaba y recibía mensajes todo el día, mensajes para el Mayor S. o el Mayor B., con denominaciones incomprensibles o que no recuerdo. Da lo mismo.
Un par de amigos me habían conseguido el puesto. Trabajaban conmigo. Mis amigos eran muy amigos. Una pareja con chicos chiquitos. Solíamos compartir las noches, varios departamentos, pocas camas, mucha gente, siempre de acá para allá, los chicos vomitaban durante la noche dentro de mis zapatos, a la mañana los lavaba y vuelta al trabajo.
El 24 de marzo no trabajamos. Al otro día la cabina de telex estaba lacrada. Mucho después me enteré que desde allí -durante toda la noche entre el 23 y el 24- ardieron los mensajes, que después se incendiaron allí mismo.
Un día pregunté por el Ingeniero F.
Silencio.
Fue el primer silencio que escuchaba en mi vida.
XIX
Yo era muy puta por ese entonces.
Un día -los machos argentinos milicos de cuarta pelos de camello-
entraron una caja. La sostenían entre cuatro con el lado frágil para arriba. Iban riendo con el lado frágil para arriba.
La entraron en el escritorio de la esquina, que tenía un gran ventanal que daba al edificio de Obras Sanitarias.
Pusieron la caja sobre el escritorio y fueron sacando pieza por pieza algo que nunca había visto en mi vida.
La armaron. Apuntaron para el edificio de Obras Sanitarias.
Era una máquina de acero negro con un caño que servía para apuntar.
Estaban chochos con la máquina. Se refregaban las manos como frente a una mujer desnuda con las piernas abiertas. Enfocaban los caños. El caño para el edificio al otro lado de la avenida 9 de Julio.
Yo era muy puta por ese entonces y usaba unas polleritas cortitas que se me veía el culo. Usaba todo.
Entré a la oficina y dije: “A ver...”.
Miré por donde me pareció que había que ver y vi el Edificio de Obras Públicas pero detrás de un cuadrante. Como en las películas cuando el cazador tiene a la gacela en la mira. Sólo que no había un animal en movimiento. Estaba la mole quieta del edificio con todas sus ventanitas, un blanco fácil fijo inocente muerto.
Se hizo un silencio de horror a mis espaldas.
Fue el segundo silencio que escuchaba en mi vida.
Me volví. Sonreía.
Una mujer casi desnuda que apretaba las piernas.
XXX
Mi padre murió durante el Proceso. Minutos antes (¿con qué palabras representar la muerte?) intentó su último invento.
Nos pedía que lo sentáramos en la cama, y ya sabíamos que hacerlo era apurar la muerte. Una hemorragia masiva lo estaba ahogando, la sangre le llegaba a la garganta, nada le quedaría ya de los pulmones las vísceras nadando en sangre no se divisaba aire por ningún lado la sangre llegando al techo.
Mi padre quiere sentarse en la cama y le digo que no, que no puedo, que no tengo fuerzas para levantarlo.
Con una chispa en los ojos me dice: mirá nena, vamos a hacer un invento. Sacame el cinturón (¿podía pensar que alguien muere con el cinturón puesto?) pasalo por los travesaños de la cama, yo me agarro y me levanto.
Me dijo. Vamos a hacer un invento.
Tres años antes, él y mi madre habían hecho otro invento.
Habían publicado en el diario La Prensa un aviso que decía: "Señorita de buena familia busca compartir departamento con Señora respetable".
¿Cuáles fueron las razones por qué motivos qué pensé o sentí / intuí algo oscuro? / ¿una luz roja peligro de muerte un millón de autos arrancando desbocados y yo en medio de la avenida?
¿Por qué acepté? / ¿fue allí que cambié el destino? / ¿allí me separé de los otros? / ¿en qué momento se abren los caminos? / ¿qué vi? ¿la luz? ¿o la oscuridad? ¿qué vi?
Pocos días después de mi (huida) la policía desalojó el hotel.
En la calle, en la calle digo, en el momento de pisar la calle, sobre la vereda, dejándose caer en la vereda, golpeando contra las baldosas, con la boca contra el piso, la mejilla en el suelo, en el piso sucio y pisoteado, las escupidas y la caca de perro las sucias suelas de los zapatos, en ese momento, en la calle, murió una de las viejitas.
No era una viejita. Parecía una viejita pero era una mujer, una mujer chiquita y morochita, un mal de chagas santiagueño, una mujercita que vivía en la pieza del fondo, una viejita que no aguantó más (la hermana de Antonia, la que llevaba el fusil en los brazos) una mujer de cuyo nombre no me acuerdo.
No la mataron los milicos. La mataron los milicos.
Se murió del corazón. Tenía el corazón comido por las vinchucas,
y ellos completaron la tarea. Para eso eran un grupo de tareas.
Nada que agradecer.
XXXI
Una mañana me paré -como todas las mañanas- en la puerta de la oficina, y mi amiga, con una voz que hablaba para adentro, me dijo:
- Te van a echar. Ya tengo todo arreglado. Te pagan todo. Tenés que hacer lo que yo te digo: vas a entrar a la oficina del Mayor S., te va a dar un sobre con la plata de la indemnización, lo vas a saludar y te vas a ir. No vas a preguntar, no te vas a dar vuelta, te vas a ir a tu casa.
- ??!!!
- Otro día hablamos.
- ?? !!!
- Te está esperando. No preguntes, andate, no te des vuelta.
(hasta llegar a la oficina, todas las mañanas atravesaba el desierto.
Las dunas movedizas infestadas de tuaregs con turbantes. Atravesaba las ciudades de Gomorra primero y de Sodoma después.
Espiaba el pecado en las calles y el espanto tras las ventanas.
Aquí no estaba Dios. Y ahora encima tendría que abandonarlo todo sin darme vuelta para atrás. El sobre en la mano, el precio, cuánto vale un hombre, cuánto la mujer de Lot.
No me convertiría en sal, sería el cuerpo atravesado por agujeros, la sal intentaría curar la carne abierta pero las salinas son grandes no hay sal que alcance, tirale un puñado de sal en los ojos al Diablo para que no te vea, un puñado de sal en los ojos a la Muerte para que no te lleve, sal sobre el hombro izquierdo, qué paradoja, sobre el hombro izquierdo para que no me lleve)
Sal, para no convertirte en sal.
XXII
Una noche de borrachera, mi amigo (el marido de mi amiga) (ya se habían separado, había sufrido un trasplante de riñón, se había muerto mil veces y allí estaba para decírmelo) mi amigo (borracho él, que yo no tomo alcohol, prefiero entrar en la muerte como Adriano, con los ojos bien abiertos) mi amigo me cuenta.
Por qué aquél día me habían dicho: sal, sin mirar para atrás.
XXXIII
Digamos que eran ellos o yo. (Ellos son mis amigos)
Había habido una "filtración de información". Así dijeron los señores finos. "Acá alguien está trabajando para la guerrilla. Tenemos la información".
Yo era la última en haber entrado, el hilo se corta por lo más delgado, el último cola de perro.
XXXIV
Hablemos en porcentajes matemáticos. ¿En qué proporción el destino es producto del azar y en qué proporción el sujeto elige?
¿Elegí no preguntar?
XXXV
Abrí un taller literario en el pueblo. Todos los fines de semana, trescientos kilómetros de ida y trescientos de vuelta. Mi hija chiquita y yo. Allí vivía mi madre, mis viejos amigos. Todavía me sonaba a guarida madriguera cueva agradable y oscura, tapizada de piel.
Una mesa grande en el teatro del pueblo servía para sostener la palabra.
Una clase, faltó un amigo.
Una clase, faltó una amiga.
Una clase, faltó el amigo del amigo.
Los objetos comenzaron a resbalar por la mesa. Se caían, resbalaban hasta el borde y caían.
Ante cada pregunta, cada silencio.
Me costó mucho saber.
Lo habían resuelto en forma sencilla: un patrullero iba de vez en cuando, con la sirena sonando, a las casas de los alumnos. (aclaro que en Rojas nunca había sido necesario hacer sonar las sirenas, las cosas ya se sabían en silencio). El policía preguntaba, sólo hacía una pregunta y se retiraba.
Preguntaba si la persona que vivía allí concurría al taller literario del teatro.
XXXVI
Con la voz espantada mi madre me dijo -vía telefónica larga distancia- que debía presentarme en la Municipalidad de Rojas para una entrevista con el Intendente Interventor, andá a saber vos qué puede pasar todavía.
XXXVII
El sentido. Alguien debe decirlo para que el acontecimiento se produzca.
Durante el Proceso vivíamos frente al Parque Rivadavia.
Hacía años que no volvíamos.
Domingo de sol. Hombres y mujeres tirados en el pasto, tostándose, en malla.
Como en tantos parques.
Año 2000.
XXXVIII
Año 1980.
Domingo de sol en el mes de diciembre.
Nadie ha dormido esa noche en la ciudad.
A las 8 de la mañana hacen 35 grados.
Tengo una hija pequeña, tiene 6 meses, de tan rubia parece peladita.
No me entusiasma la idea de permanecer languideciendo todo el día dentro del estrechísimo departamento y resuelvo tomar el toro por las astas.
Me pongo una malla. Me pongo un viejo bermudas de jean (invariablemente en todas las historias los bermudas de jean son viejos. Antes han sido jeans gastados, no bermudas, y cuando se rompen en las rodillas la gente los corta y en las historias escribe: un viejo bermudas de jean)
Me miro al espejo. Evalúo que el escote de la malla deja al descubierto una porción de mis pechos que en esta etapa debería reservar sólo para el bebé y en un gesto obvio y mecánico desanudo y vuelvo a anudar en el cuello las tiras del corpiño.
Ahora sí, lo que se ve me satisface, lo que se oculta también, he alcanzado la armonía, la medida justa de los placeres.
Yo sé que el excesivo calor me afecta las percepciones, pero estaba totalmente segura de que no había nadie más en el parque mientras caminaba por el sendero de arena hacia el sector de los juegos.
Por eso el chistido me sorprendió, y más me sorprendió la presencia de ¿la oficial? (lo siento, carezco de sentido de jerarquías en todo sentido, siempre me las confundo) que desde una distancia de tres o cuatro metros me hacía unas señas que interpreté como que algo se me había caído. ¿Qué cosas se le caen a un bebé? El chupete o la zapatilla. Miré a mi hija y la vi entera, y agradecí con un gesto a la ¿oficial?
Seguí caminando, subí a mi hija a la pequeña hamaca y empecé a hamacarla.
Nuevamente el chistido, esta vez desde el borde del arenero.
Lo primero que vi fueron los absurdos zapatos negros, sin lustre, de punta redondeada, como los Gomycuer que mi madre me compraba de chica y que tanto aborrecía porque me hacían sentir tonta, profundamente tonta, toda la gente que usa zapatos de punta redondeada tiene el horizonte pequeño, ahí nomás, a la altura de los pies.
Las medias transparentes, la pollera azul, la camisita blanquita (sigue el uniforme de tonta), las charreteras, el pelo recogido y la gorra de ¿oficial?
Me llamaba.
Como yo también suelo ser tonta en ocasiones le sonreí y me dirigí, con la nena en brazos, al borde del arenero (al cual era evidente que los zapatos redondos no querían entrar).
Me dijo.
Que está prohibido andar en malla en parques y paseos públicos.
Que no importa la hora
la temperatura
la ausencia de ocasionales viandantes.
Dije.
Que no es una malla, que es un body, cómo sabe Ud. que es una malla.
(aclaro) Body: palabra casi desconocida para la época, yo frecuentaba revistas de moda europeas, la palabra refulgió en el cerebro apareció mágica se hizo body en el Parque Rivadavia un domingo de 1980 a las 8 y 30 de la mañana.
Dijo.
Que me debía retirar inmediatamente del parque.
Dije.
Que está bien, que no me iba a retirar, pero que todo bien man, que ella ya había cumplido con su misión, podía dormir tranquila, me daba por enterada.
Hamaca.
Los zapatos redondos se ensuciaron con la arena.
Se me paró detrás y dijo.
Que iba a llamar a un patrullero y que la iba a tener que acompañar a la Seccional (dijo) por desacato.
Que haga.
(mientras la hamacaba a Celeste pensaba si me dejarían dejar a Celeste con el padre o si tendría que llevarla)
(pero era un pensamiento pobre, no podía continuarlo, enseguida me distraía la hamaca la arena Celeste tan bonita sonreía)
(mucho tiempo después me di cuenta)
(me di cuenta que ése era el límite que yo había establecido)
(ya habían pasado por sobre todo)
(no pasarían por sobre mi cuerpo)
(era lo único que me quedaba)
Vino el ¿oficial? del patrullero. Se cuadró y me sonrió.
Apelé a mis instintos animales. Caída de ojos, sonrisa equívoca, el dedo apuntando al pecho. Es un body, ¿quiere que le muestre? Y amagué bajarme el bermudas...
Oficial masculino dirigiéndose a oficial femenino.
Dijo.
No hay procedimiento. La orden del día son los perros.
XXXIX
Mirando a todos los hombres y mujeres en malla, tomando sol lánguidamente el domingo -veinte años después- en el Parque Rivadavia, mi marido dijo: “Te tienen que agradecer todos éstos, gracias a vos hoy pueden estar tomando sol en malla”.
XL
Gracias. Por el sentido.
Y por el lenguaje como mapa.
XLI
Imagen 1: Había una mujer que iba echando las papas fritas en el fuego / una por una. Imposible pensar en otra cosa / con tanta muerte alrededor. Catamarca. Héctor Pianetti.
Imagen 2: Marcha en los finales del Proceso. Llueve agua y llueven palos. Un grupito corremos hacia una librería. A refugiarnos en la librería. El dueño nos baja la persiana en la cara. Advierte que le falta la puertita. Deja el fierro a la vista y va al fondo del local a buscar la puerta.
Una chica de mirada angelical (como mi hija hoy) toma, sí, toma el fierro y se pierde con el fierro en la mano en el medio de la plaza, de la lluvia, de la gente.
Dice: “Vení a buscarlo si lo querés”.
(Textos escritos entre los años 1995 y 2000. Marga los guardaba para pulirlos y agregarle más vivencias.)