Había una vez en un pueblito de la pampa una hermosa casa grande que siempre brillaba al sol. En ella vivía una familia completa. El padre, la madre, y dos preciosas niñitas. El padre era jefe del ferrocarril: dos veces por semana tocaba el pito y un tren negro y enorme entraba en la estación. Dos veces por semana lo volvía a tocar y el mismo tren comenzaba a perderse en el horizonte, hasta que no era más que un puntito oscuro sobre las vías. Después, las vías se quedaban solas y el pasto se asomaba, veía que ya había pasado el peligro y volvía a crecer.

La madre era joven y bella. Andaba por la casa cantando todo el día, pasando el plumero y rasqueteando los pisos. A la noche prendía la estufa en el comedor, acercaba los faroles y toda la familia se sentaba a comer. Lo único que se escuchaba entonces era el crepitar de los troncos en el fuego, la música bajita de la radio y los ruidos de la noche en el campo.

Las dos niñitas eran tan buenas y educadas que, para completar su felicidad, Dios les había dado una abuela.

Pero la abuela no vivía con ellos en la gran casa sobre las vías, sino que habitaba una pequeña casita, perdida en el medio del campo.

A pesar de que vivía sola, la abuela siempre mantenía limpia y arreglada su pequeña casita descascarada. Faltaba un vidrio en la ventana, pero una hermosa cortinita roja lo disimulaba, y a un costado de la puerta sin picaporte había dos grandes macetas llenas de flores.

El sábado era el día en el que las nietitas iban a visitar a la abuela. Todos los sábados las niñitas recorrían un estrecho camino, la más grande adelante y la otra detrás. Pateando los guijarros que se habían fugado del andén, llegaban hasta el alambre de púa de un solo hilo, lo saltaban y aplastaban al caer las campanillas azules del sendero. Al llegar, encontraban a la abuela en el patio.

Ya había regado los almácigos, se había sacado el delantal y aguardaba a las nietas recorriendo el patio de un extremo al otro, espiando de vez en cuando hacia el lado del camino.

Una vez la niña más grande se enganchó el vestido en las púas del alambrado y la abuela vino corriendo -todo lo corriendo que puede venir una abuela- y la desenganchó, y después le cosió el vestido para que la madre -su propia hija- no tuviera el trabajo de descalzarse para azotarla.

No siempre las niñitas iban a pie a visitar a la abuela. A veces montaban un caballo petiso que les había regalado el tío Negro. El petiso se conocía de memoria el camino. Llegaba hasta la punta del andén y ahí doblaba y doblaba y doblaba, siempre con la cabeza gacha, olisqueando las campanillas azules. Sólo que el petiso no las aplastaba.

La abuela siempre estaba contenta a pesar de que tenía un solo ojo.

No era linda como las de los cuentos, pero usaba el pelo blanco como todas las abuelas de los cuentos. Y estaba arrugada, eso sí, llena de arrugas finitas por todos lados. Y andaba siempre de negro o de gris, ya que otro color no conocía. Para ella, porque para las nietitas, bien que les tejía medias de todos los colores.

Las medias eran a rayas. Un invierno, coloradas y blancas, y el otro invierno, blancas y coloradas, así las nietitas tenían siempre los pies abrigados. Tantos inviernos pasaron que las medias fueron cada vez más grandes, y la abuela entonces tenía que agregar más puntos a las agujas y cuidar que no se le escapara ninguno.

Todos los 21 de junio las dos niñitas calzaban sus pies dentro de las rayas y se volvían a su casa caminando muy derechito para no pisarlas.

Un buen día a la abuela no le quedó otro remedio que abandonar su casita pequeña en el medio del campo porque la familia completa se mudó a la ciudad. El padre y la madre decidieron que la abuela viviría con ellos, en la nueva casa, que era bien grande.

Para que no extrañara la vida en el campo, le dieron una piecita en el fondo del patio. Allí tenía la abuela piso de cemento y techo de chapa. Frío y calor, bien natural, según las estaciones.

El padre, la madre y las dos niñitas trasladaron sus cosas. Los muebles de la cocina, del comedor, de los dormitorios. Los cuadros, las alfombras, los floreros y el gato. Las cosas de la abuela quedaron un tiempo amontonadas en el campo y después la familia, para ahorrarle el trabajo del acarreo, decidió venderlas. Le guardaron, eso sí, la cama y el colchón, que eran tan viejos como ella.

Cuando la abuela preguntó por sus cosas, le fueron devolviendo, una a una, las que quedaban. Un florero de pasta, un portarretratos de madera, una fosforera de plástico y dos tacitas de porcelana.

La abuela las metió con cuidado en una caja de zapatos, para que la humedad de la pieza no les llegara, y cerró la tapa.

Cuando la mayor de las niñitas cumplió 15 años, inmediatamente después del vals, la abuela abrió con cuidado la caja y le dio a la niña que ya no era tal, el florero de pasta.

La niña que ya no era le agradeció con una sonrisa y lo ubicó sobre la cómoda, y fue al jardín del frente, recogió unas caléndulas y las metió en el florero.

Al año siguiente, la otra niñita, la menor, danzó el vals.

La abuela fue a la caja, la destapó con cuidado, sacó el portarretratos y se lo alcanzó. La menor buscó un álbum, recortó la foto del novio, la enmarcó en el portarretratos y lo puso al lado del florero.

Una tarde de diciembre, la nieta mayor regresó del colegio, tiró los libros abajo de la pecera y dijo que se había recibido. La abuela volvió a la caja, metió la mano despacio y sacó la fosforera de plástico.

La niña, que tenía las mejillas como amapolas porque había subido las escaleras corriendo, fue a buscar un clavo, lo martilló al lado de la cocina y colgó la fosforera. Revolvió un cajón, buscó una caja grande de Tres Patitos y la acomodó en su lugar. Se alejó unos pasos y la contempló satisfecha.

El día que entró a la casa el novio de la menor y dos anillos de oro relucieron bajo el ojo de la abuela, volvió a destapar la caja y sosteniéndolas entre las manos entregó a la nieta las tacitas de porcelana.

Las tacitas tintineaban entre sí, pero no porque fueran mágicas sino porque la abuela ya era muy viejita y las manos le temblaban.

La menor tomó las tacitas, preparó café, lo sirvió, y ella y el novio se sentaron a la mesa grande. Lo bebieron hasta la última gota mirándose con los dos ojos.

Una tarde de primavera las dos nietitas, una adelante y la otra atrás, entraron al cuarto de la abuela. La abuela estaba en la cama, tapada con siete frazadas porque tenía mucho frío. Las nietitas se pararon en la puerta y desde allí miraron a la abuela que las contemplaba con el único ojo. -Nos vamos a la Capital, a estudiar, le dijeron. Partimos mañana, en el tren de las siete.

Al otro día, muy temprano, las nietitas prepararon su equipaje, le dieron un beso a papá y mamá y fueron a despedirse de la abuela.

La pieza estaba oscura, así que tardaron un rato en encontrar la cara de la abuela, escondida como estaba entre las mantas.

-Nos vamos, abuela- le dijeron - ya es la hora.

La abuela corrió con trabajo las frazadas, pisó la alfombra con las medias de dormir y caminó encorvada hacia un rincón.

Tomó la caja, la abrió con cuidado, miró adentro por un rato largo y encontrándola vacía, la volvió a cerrar. Entonces levantó la mano y despacio, se sacó el ojo y se lo dio a las nietitas.

Las niñas agradecieron con una sonrisa, la saludaron y cerrando la puerta salieron al patio con el ojo en la mano.

Allí lo tocaron, lo observaron con cuidado y lo levantaron al trasluz del amanecer.

Vieron salir el sol a través del ojo de la abuela y corrieron justo para tomar el tren.

(en otro momento no hubieran sabido qué hacer con aquéllo, y lo habrían arrojado al cesto de la basura. Pero no.)

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