Perdón, si mal no recuerdo creo que ya les dije que a los ocho años ingresé en la adultez. O sea: de 0 a 8, vida en el campo.

(Entiéndase bien: ya en esa época el Paraíso estaba al principio) Estación de ferrocarril, vacas, pasto, vagones de tren. Enfrente: ramos generales, escuela, comisaría.

De casa a escuela, de escuela a casa.

El carrito del Turco que vendía mantecol, huevos, de todo un poco. La quinta con lechugas, zanahorias, coles y cebollas.

Algún gobierno de Perón, porque mi padre, jefe de estación y anarquista, era obligado a izar la bandera en medio de la pampa, cantando la Marcha Peronista de cara a las vacas. Sospechaba que los cardos tenían ojos y oídos. Sospechaba bien.

Yo jugaba con perros. En verano llegaban los perros aullando encerrados en los vagones al rayo del sol. Daban miedo daban espanto. Mi padre abría la puerta del vagón con la escopeta en la mano. Mataba la rabia. El resto se desparramaba por las chacras. Muchos se afincaban rondando la casa. No entraban, los alimentábamos, de vez en cuando los atropellaban los autos. Al Chiquito lo atropelló un auto. Fui corriendo en medio del polvo y lo vi con la pancita al aire. Lo fui a tocar para salvarlo y el Chiquito intentó morderme. Muerde la mano del amo. El perro no muerde la mano del amo. Hasta hoy pienso qué es lo que hice mal. Lo enterramos como corresponde, abajo del árbol principal. Entierro con cruz, de cuerpo presente. Con mi hermana le llevábamos flores. Por un tiempo. El tiempo que deben haber tardado los huesos en volverse huesos.

El alma del Chiquito debe seguir bajo el árbol principal. La cruz no sé. Da lo mismo, en esa época las principales corrientes filosóficas indicaban que lo que importa es el alma.

A los 8 años llegué a la ciudad entrando por la ruta sin asfaltar pasando el puente que estaba sobre el río, el río Rojas. Al costado del río Rojas paraban los autos de la pobre gente que tenía amores pobres en las noches oscuras, me daba miedo que los autos se resbalaran hacia el río. Pero miedo sólo, porque nunca nadie hablaba de la posibilidad certera de que los autos resbalaran hacia el río. Pensaba que era natural que los amores pobres fueran castigados con el lodo de las aguas negras.

En el zaguán de la casa de la Liliana V. me enteré -a los 8 años- que los Reyes son los Padres. Hasta ese momento nunca había llorado así (salvo la vez que se me había ido el barrilete, y que mis padres me habían dicho / se te va a ir el barrilete / y yo les dije / no se me va a ir nada /Y después se me fue y yo apenas lo veía de tan alto que era el árbol / que no lo podía creer / una basurita roja en la punta del eucaliptus / y no me animaba a entrar y decir: pasó eso, porque mi madre todavía no me lo había dicho nunca pero ya se avizoraba en el horizonte lo que algunos años después me iría a decir con frecuencia cuando yo lloraba. Me decía que si no paraba de llorar me iba a dar tal paliza , un sopapo que no vas a saber de dónde viene, así llorás con motivo).

La Liliana V. era muy bonita, era pelo lacio, era naricita chiquita respingadita para arriba, modosita, suavecita como Platero.

Era además hija de intendente municipal. Y sobre todo, gente discreta. Ser discretos tenía un valor descomunal para mi madre.

Ser discretos era como ser elegantemente grises, como un trajecito sastre color gris que ella misma me había hecho. Qué elegante, qué discreto, decía mi madre.

También en la ciudad vivíamos en la estación de ferrocarril. Vivir en la estación del ferrocarril es vivir en el límite. Ni de un lado, ni del otro. Civilización y barbarie, el punto donde se juntan cielo e infierno, o sea el horizonte. En Rojas, vivía en el horizonte.

Y los chicos que viven en el horizonte van a la Escuela Nº 11, con patio de ladrillos y piso de tierra en el aula.

Es raro, pero por aquella época nunca me daba cuenta de que el piso de tierra fuera realmente de tierra. La Pachamama, tierra de tierra, tierra de verdad. Tierra que si la mezclás con agua se vuelve barro. Tierra sin eufemismos, la tierra que gritó Colón (Colón era un pueblo vecino, su gente gritaba tierra para anunciar el único colectivo, el de las 3 de la tarde, y había que cerrar las ventanas por la polvareda).

La Liliana V., no. Ella iba a la escuela de las monjas, donde los padres pagaban su educación con chanchos, pavos o vaquillonas.

¿De dónde nos conocíamos? No lo recuerdo, sería del pueblo.

Fiesta de cumpleaños de la Mary B. La Mary B. era hija de polacos. Flaca y alta como todos los polacos en todos los pueblos. Pecosa, con el pelo tirante recogido para atrás, y una catarata de rulos rubios y engrasados. Rígida de cuerpos rígidos como todos los polacos fuera de Polonia, que son los únicos polacos que he conocido. Imagino que los polacos en Polonia deben vivir más relajados, pero el exilio los ha de volver hieráticos y tensos.

Rígido como polaco en el exilio. ¿Qué decisiones habrá tomado esa madre polaca durante la Guerra? En la paz del pueblo parecía no entender nada, salvo los ojos celestes de su hija menor, juego de miradas silenciosas y asustadas, primer cumpleaños que festejaban en sociedad, ojalá todo salga bien.

Mesa de fiesta contra la pared. Tortas, tortitas, masas, sandwichitos, coca cola. Pasen chicos, sírvanse, acá tienen las servilletas.

Me aplasto la onda para que no se me hagan rulos. No es cuestión de abalanzarse sobre la mesa como una desesperada.

Tampoco debo quedarme atrás de todo como si fuera tonta.

Un discreto lugar medio, con el trajecito gris.

Me adelanto medianamente, intento alcanzar un sandwichito delicadamente, y en eso, zas, el pisotón.

Miento, no fue un pisotón. Fue una caricia de ángeles, una brisa del bosque, las olas lamiéndome los talones.

Me doy vuelta en el barullo. Detrás de mí está Platero. Yo todavía soy yo.

Platero, con su voz peluda y suave, me habla. Platero habla. Platero abre la boquita chiquita y dice.

Perdón.

Dice.

Yo me transformo en el Hada Madrina, Sissí Emperatriz dándose vuelta para caer en los brazos del Príncipe Carlos, tardo una eternidad, el vestido de tules rosas lleno de florcitas hace fru fru,

me cuelgan cintas de rasos de la larga cabellera lacia, me resplandece el aparato de los dientes, reluce la corona de brillantes, tintinean mis pulseras.

No termino nunca de darme vuelta. El gesto dura una eternidad.

Las enaguas me sostienen, un vaho de violetas de los Alpes me rodea, me miro los pies con zapatitos de raso, ¿es que nunca voy a terminar de darme vuelta?

Perdón, me dijo la Liliana V., y yo me transformé en la esposa de la Santísima Trinidad, iba del brazo de la Santísima Trinidad por las calles del Paraíso, las nubes se abrían a mi paso, ángeles y querubines hacían sonar trompetitas de carnaval, enanitos de jardín sostenían la cola del vestido, por debajo del corpiño me picaba el polvo de estrellas.

Perdón me dijo y yo le hice una graciosa reverencia, hinqué la rodilla en el suelo, hundí la mano en el pecho y de un salto salí volando por la chimenea como Mary Poppins.

La dejé allí, temblando, a la naricita respingadita.

La dejé muerta.

Los párpados entornados de Platero.

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