Mi viejo tocaba tangos. En el bandoneón que mi vieja dice había comprado en Junín.
Yo conocí a mi padre en Sol de Mayo. Cuando lo conocí él ya era Jefe de Estación. Yo por ese entonces andaba de bebé. De estación en estación, igual que él.
Sol de Mayo era, como su nombre lo indica, el Paraíso. Un paraíso con bolitas azules. Ahora no tiene explicación, pero del pasto brotaban bolitas azules, brillantes, perfectas, como las bolitas azules del árbol de Navidad que aparecía al lado de la chimenea en Navidad. Por la que bajaba Papá Noel, que la abuela nos decía: Miren, miren, ahí va Papá Noel en el trineo. A la abuela se le reflejaba la barba de Papá Noel en el ojo de vidrio.
Yo siempre estaba sentada más abajo. También es inexplicable, como las bolitas azules.
¿Por qué cuando mi padre tocaba el bandoneón yo siempre aparezco sentada más abajo?
Desde abajo el mundo es mejor. Uno no tiene necesidad de preocuparse por nada. Las cosas suceden, simplemente. Están allí o dejan de estar. Ni aun intentándolo, hay forma de preocuparse. Uno es deslumbrado por la luz de las cosas. Como estar en el centro de una calesita. Nada que hacer, no se tiene nada, no hay nada que cuidar, sólo esperar.
Mi padre abría la caja. Un cajón enorme de nácar negro. Con una traba brillante que hacía clac. Se abría, y adentro estaba todo lleno de pasto verde con las bolitas azules escondidas y soplaba el viento suave, y el pasto se mecía como el mar cuando está con el ojo bueno. Y había sol en Sol de Mayo.
Y mi papá se ponía en las rodillas una mantita de seda con dibujos de oropéndolas y marimonias y sobre la llanura infinita y florecida, apoyaba el bandoneón.