NUESTRA NECESIDAD DE CONSUELO ES INSACIABLE

Prólogo

En estas dos historias hay una mujer muerta.

 

(después habrá muchísimos más muertos, hombres y mujeres y niños, pero creo que todavía yo no lo sabía)

 

La primera historia, la de la ficción, comienza así: “A las dos enterrarán a la esposa, y a las once y media, el esposo está en la cocina, ante el espejo roto de encima del fregadero.”

La segunda historia, la de la realidad, comienza así: Es junio del 76. Estoy en mi pieza de la pensión. Es un viejo edificio de departamentos en la calle Hipólito Yrigoyen 2026, a dos cuadras del Congreso. Hace un tiempo que vivo sola allí, en una habitación que da a la calle, con una ventana y un balcón.

Es cerca de medianoche y estoy tirada en la cama leyendo un libro. Por los escasos objetos que me rodean se nota que he venido del interior, como todos los que vivimos aquí.

El libro lo he comprado esa misma tarde en una librería de usados.

Es un libro de tapa dura, con una sobrecubierta en papel lustroso y una fotografía como de película antigua en blanco y negro.

La segunda página es de color anaranjado y allí está la foto del autor, una cara joven y extraña. Se llama Stig Dagerman, es sueco y pocos días atrás he leído en El Ornitorrinco (¿o era El escarabajo de oro?) un cuento suyo que me ha matado.

 

(no sé cómo puedo decir que me ha matado porque es casi un sacrilegio. El cuento se llama “Matar a un niño” y después de ese niño muerto, el del cuento, ya no hay muerte real que sea más real, o sea que, cuando digo que “el cuento me ha matado” es sólo una metáfora, porque matar matar es Stig Dagerman el que mata)

 

Creo recordar que por ese entonces todos a mi alrededor se habían convulsionado con el hallazgo: un libro de Stig Dagerman!!?? una novela !!!?? en la Argentina???!!!

Suena el timbre en la pensión y una voz por el pasillo dice: “Qué raro, el timbre a esta hora, son las 12 de la noche”. Pero después la voz se tranquiliza, es la voz de una chica, una chica que trabaja por horas y que tiene un bebé recién nacido, se tranquiliza como tranquiliza al bebé cantándole en una lengua que no es de Buenos Aires, se tranquiliza y dice: “Debe ser alguien que se olvidó la llave”.

Y va a abrir la puerta.

Yo estoy en mi habitación y escucho el timbre. Digo: “Qué raro, quién toca el timbre”. Y me paro y espío por el vidrio de la puerta.

La chica está abriendo la puerta la abre unos centímetros tiene la cara oscura y cansada el pelo revuelto es decididamente fea es fea es fea y oscura pero sé que tiene buenos sentimientos la veo cuando acuna al bebé, y además duerme en el suelo, en un colchoncito en el suelo, y el bebé en una mantita quién se lo cuidaría cuando se va a trabajar al bebé, ve algo que yo no veo pero la cara se le deforma se le vuelve negra una mueca le tuerce la cara todo sucede tan rápido.

Yo veo eso, digamos, la cara, como en la parte de arriba de la puerta porque paralelamente, en la parte de abajo, veo una bota, una bota negra que entra y traba la puerta.

Y aunque desde hace un tiempo me he puesto a pensar que la muerte no nos va a hacer callar, voy a callar ahora. No voy a contar todo lo que siguió porque me da pudor. Fue pasando, prolijamente, todo lo que fue pasando.

Y no fue nada comparado con lo que a otros les pasó. Salí de esa escena y de todas las que siguieron, digamos, caminando. No dejé de caminar.

Esa noche, cuando se fueron, se llevaron todo. Todo lo que podían, se llevan todo lo que pueden.

No digo: me arrancaron el libro de las manos. Sería faltar a la verdad porque yo ya lo había abandonado sobre la cama.

Los militares esa noche empezaron a llevarse todo.

Si bien junto con los militares o atrás de los militares o inclusive delante de los militares había un montón de gentes a las que parecía bien que se llevaran todo.

Y se llevaron “El gato escaldado” de Stig Dagerman que yo estaba empezando a leer, el libro que iniciaba (¿anunciaba?) con una muerte (la muerte de la madre que después irían a velar, y después habría un rito, un duelo alrededor de una mesa con una cena para los vivos y un plato, una silla y una vela para la ausente).

Y aclaro: esto es en la ficción, porque en la realidad no habría velorio ni rito ni duelo, salvo en algunos casos y muchos años después.

Todo esto me da rabia. Una rabia extraña, una rabia como ajena. Como si no fuera yo.

Pero me fuerzo a contarlo. No entiendo esta rabia. Sigo.

Por más de treinta años busqué el libro por internet y tierra (en realidad por tierra e internet, que primero fue la tierra).

Ahora apareció Daniela B. y dijo: “En una librería de usados encontré un libro de Stig Dagerman”.

Y yo le dije: “No lo hagas aparecer sobre la mesa todavía que no estoy preparada”.

 

(al día siguiente de haberme ido de la pensión, el Ejército desalojó a los inquilinos. Una de las mujeres, una mujercita santiagueña que vivía con su hermana y el sobrino -un chico al que ambas profesaban devoción, que estudiaba para abogado- esa mujer, murió de un infarto en la vereda. Murió en su propia cama, que el Ejército le había sacado a la calle. No se llamaba Alma, como la madre de la ficción, pero ahora podríamos llamarla así. Aquí te nombro, Alma.)

 

En enero de 2008 pude terminar de leer el libro.

El libro que había comenzado a leer en junio de 1976.

Y no fue fácil retomar la lectura.

Aun con el libro entre las manos debí abrirme camino a machetazos en una selva de fantasmas y cada uno que caía, se levantaban cientos. Y yo no debía dejar caer el libro. O caen los fantasmas o cae el libro.

Busco en el final: “Todo ha vuelto a la paz. El volcán duerme. Incluso nuestros pobres nervios duermen. No somos felices pero gozamos de una paz temporal. Hace poco acabo de ver el páramo de mi vida en toda su terrible extensión. Hube de pagar un precio muy alto. La erupción de un volcán es el precio. El precio es elevado, pero no hubo otro. Nos hemos quemado, pero sólo como criaturas quemadas podemos dar calor a los demás.

“Pero los instantes de paz son muy cortos. Los demás instantes son siempre mucho más largos. Saberlo equivale también a tener sensatez. Precisamente porque esos instantes duran tan poco debemos vivirlos como si fueran los únicos que vivimos”,

Stig Dagerman dice allí otras cosas más, algo de los oasis que aparecen en los páramos y de las flores que les crecen, pero yo

treinta años después

ya no lo puedo leer.

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